Hacer el amor no tiene casi nada que ver con el sexo.
El sexo es un sencillo acto que ejecutan paquidermos, primates y equinos (es
decir: cerdos, humanos y asnos), entre otros, por el cual el órgano sexual del
macho introduce en la cavidad sexual de la hembra un fluido fecundador.
Hacer el amor, en cambio, es una deliciosa demencia voluntaria, a la que se
entregan unicornios, pegasos y dragones (es decir enamorados puros, solitarios
fugitivos y adúlteros asustados) entre otros, por la cual se realizan
expediciones larguísimas a los continentes desconocidos que todos tenemos sobre
la piel y debajo de ella.
Hacer el amor es más que recibir o entregar líquidos de consistencia viscosa y
sabor agrio. Es lo que lo rodea, lo que precede y continúa. Y se empieza mucho
antes de entrar a una habitación, muchísimo antes de ocupar una cama.
Se comienza a hacer el amor con la mirada y la voz. Y cuando esto resulta
insuficiente, se continúa con cada una de las neuronas, con cada nervio, con
cada arteria, con el calor de los labios, con la ternura de las yemas de los
dedos, con la ansiedad de las uñas, con la humedad cristalina de la punta de la
lengua y, finalmente, se hace el amor con cada trozo de recuerdo, con cada
sístole del corazón, con cada diástole, con cada frustración y deseo.
Hacer el amor es utilizar el sexo para desintegrarnos por unos momentos y
volvernos a reconstruir renovados.
El sexo es un acto de la naturaleza. Necesario para asegurar la continuidad de
la especie.
Hacer el amor, en cambio, es una creación de la sensibilidad humana. Sin
ninguna finalidad práctica...
-Mario Benedetti-