
Bajo el mantel, las rodillas se rozan por azar y ese
contacto, casi imperceptible, los golpea como una corriente poderosa; una
llamarada iracunda sube por los muslos y enciende los vientres. Nada cambia en
sus posturas, pero el deseo es tan intenso, que puede verse, palparse, como una
niebla caliente borrando los contornos del mundo circundante.
Sólo ellos existen.
El mesonero se acerca para escanciar más vino, pero no lo ven. Tiemblan. Ella
levanta el tenedor, abre los labios y desde el otro lado de la mesa él adivina
el sabor de su saliva y la tibieza de su aliento, siente la lengua de ella
moviéndose en su propia boca como un molusco sofocante y terrible. Se le escapa
un gemido que, de inmediato, disimula tosiendo con discreción y llevándose la
servilleta a la cara.
Ella tiene la vista fija en la última ostra del plato de su compañero, una
vulva hinchada, palpitante, indecente, mojada de leche oceánica, síntesis de su
propio desvarío. Nada revela la turbación de ambos. En silencio cumplen con
decoro, paso a paso, los ritos precisos de la etiqueta; pero no oyen las notas
del pianista animando la noche desde un rincón del salón palaciego, los aturde
el estrepitoso huracán del deseo en sus pechos.
Fuerzas primitivas se han desencadenado: tambores y jadeos de guerra, un soplo
de selva, de humus, de nardos podridos insinuándose a través del aroma delicado
de la comida y el perfume femenino; imágenes de carne desnuda, de abrazos
crueles, de lanzas inflamadas y flores carnívoras. Sin tocarse, el hombre y la mujer
perciben el olor y el calor del otro, las formas secretas de sus cuerpos en el
acto de la entrega y del placer, las texturas de la piel y el cabello aún
desconocidas; imaginan caricias nuevas, jamás antes experimentadas por nadie,
caricias íntimas y atrevidas que inventarán sólo para ellos.
Isabel Allende, Afrodita (frag.)